A la memoria de D. Manuel Ruíz-Cortina Reimóndez

domingo, 13 enero 2019

A LA MEMORIA DE MANUEL RUIZ-CORTINA REIMÓNDEZ.

No pretendo realizar aquí una semblanza de la figura de Manolo, ni citar sus innumerables méritos con la Hermandad, pues éstos son sobradamente conocidos por todos. Simplemente traigo a estas líneas mi relato personal de algunas de las vivencias compartidas con Manolo a quien siempre respeté y aprecié desde muy crío.

Esto es lo bueno que tienen cofradías viejas como la nuestra, que te permiten conocer a gente cabal que se erige en referente de la corporación, por el modo y por la forma, por su actuar coherente y, principalmente, por su desmedido amor a la Virgen. Sucede además, que suele tratarse de hermanos que siempre han estado ahí, no dados a “espantás” ni a desaires inoportunos. Siempre cerca de la Virgen y de su Hermandad de las Angustias; de niños y de viejos; de primera y última fila; con mando y sin mando; en buenos y malos tiempos; en actos y cultos; en Domingos de Ramos; en celebraciones festivas y actos luctuosos; en iniciativas y colaboraciones; pero muy fundamentalmente siempre con la hermandad, nunca frente a ella.

Pues bien, de esta raza de hermanos era indudablemente Manolo, quien siempre se condujo en su relación con los demás miembros de la corporación de forma educada y respetuosa, por firmes y vehementes que fueran sus posiciones, planteamientos e interpelaciones. Esa es al menos la percepción que siempre tuve de él. Nunca vi a Manolo prodigarse en sonoros besos e impetuosos abrazos tan del gusto en ámbitos cofrades. Entre otras cosas, porque su estricta educación se lo impedía y porque además, no era de esta clase de expresiones afectivas. Ello en absoluto significa que detrás de su semblante aparentemente adusto, no escondiera un corazón inmenso y un más que perspicaz y fino sentido del humor. Lo digo porque muchas fueron las risas y buenos ratos que compartí con él.

Decía que Manolo en sus relaciones con los demás no era hombre de alharacas, habiéndose relacionado siempre conmigo a través de gestos sencillos, los cuales albergan de suyo, incluso mayor verdad y cercanía. Teniendo en cuenta que era yo uno de los contadísimos niños que allá por los años setenta del pasado siglo frecuentaban la Hermandad, la figura de Manolo me imponía enorme respeto. Su sola presencia física y su grave tono de voz propiciaban ese sentimiento.

Pero pronto aquel reverencial respeto tornó en aprecio sincero. Y ello ocurrió precisamente una tarde de Domingo de Ramos. Era el primer año que salíamos con túnica negra y portaba yo un pesado cirio que, por supuesto, me superaba en altura. Alcanzando ya el final de calle Honda se aproximó un penitente que sin dirigirme la palabra me entregó furtivamente un par de caramelos. Ocultándolos nervioso en el esparto, sólo me atreví a tomarlos porque reconocí de inmediato de quien venía aquel ofrecimiento, de Manolo Ruiz-Cortina, cuya figura bajo la túnica resultaba inconfundible. Desde aquel preciso instante me sentí verdaderamente arropado en la Hermandad. Contaba yo entonces nueve años de edad y corría el año 1.973.

En años sucesivos Manolo continuaba incansable muy cerca de la Virgen, siendo uno de los cabezas visibles de “Las Angustias”, organizando cosas propias de la Hermandad, asistiendo a cultos, ocupando distintos cargos hasta erigirse finalmente en primer mandatario de la corporación. De su mano entramos en la década de los ochenta. Todavía guardo en el recuerdo sus alocuciones desde el presbiterio de la capilla y del vecino templo de Stma. Trinidad, dándonos las últimas instrucciones antes de la salida. Desde el atril nos arengaba -éramos aún noveles cofrades de negro- para que diésemos ejemplo de seriedad en la calle. Aquellas alocuciones siempre las finalizaba con su clásico ¡Que no la roce ni el viento!. Y de seguido escuchábamos el cerrojo de la puerta, iniciándose el discurrir del cortejo.

Pues bien, como quiera que aquí vengo a relatar gestos sencillos que a mi entender hacían grande a quien los protagonizaba, recuerdo que en la triste despedida de mi padre también estaba Manolo esperando junto con su primo Lete a la puerta de San Marcos. Tenía yo veinticinco años recién cumplidos. Acudió a expresarle a mi familia su más sentida condolencia y al ir a estrecharme su mano me trasmitió sin palabras que su pésame era también el de la Hermandad. Estábamos ya en julio de 1.989.

Con el paso del tiempo, tuve la fortuna de compartir con Manolo distintos puestos en la cofradía: cirio primero, presidencia de la Virgen después y manigueta el último año en que pudo vestir la túnica. Jamás intercambiamos palabra, pero existía una complicidad entre nosotros que nos hacía sentir especialmente unidos pese a nuestra notable diferencia de edad.

Y qué mayor alegría para mí -y seguro que la de todos- el día de la imposición de la Medalla de Oro de la Hermandad. Con enorme acierto, la junta presidida por Fran Mancilla tuvo a bien otorgarle en el año 2.009 nuestra más alta distinción corporativa, rompiendo así la histórica e incomprensible tradición de concederla a título póstumo o “in articulo mortis”. Manolo en cambio, tuvo la dicha de poder lucirla orgullosamente en su pecho -siempre desde la discreción- por casi una década, cosa inédita en la Hermandad. Cuantas veces se la vi lucir, se lo halagaba, y de inmediato se ruborizaba haciendo ademán de ocultarla a la vista. Signo evidente de humildad.

Justo el año en que cumplí los cincuenta, cosas de la vida, cuando los primeros zarpazos de su fatal enfermedad le impidieron vestir la túnica, tuvo a bien regalarme un último y generoso gesto. Así, en la mañana del Domingo de Ramos, ante el paso de la Virgen y a presencia de mi mujer, me confesó su inmensa pena por no poder salir, pero a la vez, su enorme gozo porque fuera yo quien por antigüedad tomara su relevo entre los privilegiados nazarenos que escoltarían el paso de la Virgen esa misma tarde. ¡Que mayor honor! Le contesté, añadiéndole: “Te lo tomo prestado sólo hasta el año que viene”.

De modo admirable y para satisfacción de toda la Hermandad, Manolo pudo salir el siguiente Domingo de Ramos, logrando recogerse en la capilla ciertamente agotado, pero enormemente reconfortado. Y esto lo hizo ayudado sólo de su apasionado amor a la Virgen, de su inquebrantable fidelidad a la túnica y del bastón de Pepe Cortés O´Ferral (mi tío abuelo) que le sirvió de apoyó durante todo el recorrido aquella inolvidable jornada. Fue la última vez que compartimos sitio justo al ladito de la Virgen, invadiéndome ese día un sentimiento contradictorio de aflicción. Habían transcurrido cuarenta y dos años desde su amable gesto de calle Honda, y era yo quien en esta ocasión protegía y arropaba los pasos de tan veteranísimo y ejemplar hermano. Y es que ese Domingo de Ramos de 2.015, a sus 73 años, Manolo demostró a todo Jerez cómo los cofrades de las Angustias saben envejecer bajo el antifaz.
Manolo nos dejó la pasada semana, llevándose consigo su preciada túnica roja y la memoria viva de los últimos setenta años de la Hermandad. Sólo por mi culpa y por mi única culpa dejé pendiente con él un ciento de conversaciones sobre las cosas de nuestra querida Hermandad, en las que seguro pondría, además de su acostumbrado apasionamiento, incontables y exactos datos con nombres y fechas que, desgraciadamente, ya nadie sabe ni recuerda.
Manolo, parte tranquilo hacia el cielo, porque ni tu amadísima Virgen, ni tu inseparable Cuqui, quedan solas aquí por las Angustias.
Hasta siempre.

Fco. Javier Coveñas Oliver
Jerez, 9 de enero de 2.019

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